Una fotografía de Antonio. Javier Bernal

UNA FOTOGRAFÍA ENCONTRADA DE ANTONIO VICENTE

Era a mediados de los años setenta. Por la ventana abierta del
aula entraban olores, sonidos y el tacto de una brisa templada de atardecer,
los flagrantes signos de la primavera que se mostraba exuberante como una
diosa marina.

Sentados sobre una mesa, dos adolescentes ávidos de conocer
otros mundos y otra cultura a través de la lengua inglesa. También apoyado
sobre la mesa de enfrente, un joven de apenas veinte años, con la tremenda
vitalidad de quien acaba de poner en marcha todos los motores de su vida
para un inconmensurable viaje planetario. En medio de los tres, sobre una
silla a la que deliberadamente habían rehusado, un pequeño reproductor con
una cinta de los Beattles en su interior:

¡Lo habíamos conseguido!

En efecto, a cambio de aprendernos la gramática básica que
Antonio había escrito y encuadernado él mismo, accedió a regañadientes a
dedicar algunas horas de la asignatura, a traducirnos las canciones de los
Beattles y Simon and Garfunkel. 40 años después, no he olvidado ninguna de
aquellas letras, ni las estructuras ni los esquemas de esa gramática en la
que Antonio había sido capaz de condensar todas las claves de un idioma.

Entre frase y párrafo de los chicos de Liberpool, no
desaprovechaba la ocasión para inocularnos los verbos auxiliares e
irregulares. Así, sin apenas darnos cuenta, nos habíamos adentrado en la
pedagogía de vanguardia, en contraste con la rigidez de plomo que aún se
enseñoreaba por la docencia de la época.

Entre bromas y risas, con la curiosidad y candidez de un niño
que lo quiere saber todo, nos preguntaba por las pequeñas cosas de la vida
cotidiana, pero adoptaba la sabiduría de un anciano para responder a
nuestros requerimientos más comprometedores, a pesar de lo cual, nunca
conseguimos arrancarle una sola palabra que trascendiese los límites de la
deontología del docente, únicamente consejos y buen ejemplo para conducirnos
en la tolerancia. Tan solo en una ocasión, le oímos decir entre dientes, una
frase que después he desbrozado en toda su dimensión: «Europa camina hacia
la social democracia». Indudablemente con el transcurrir de los años he
comprendido que no se trataba de una aseveración ideológica, sino que en
realidad nos estaba hablando del estado del bienestar, ese con el que seguro
ya estaba soñando para la institución a la que tanto amaba.

Más allá, sobre otra silla se hallaba una guitarra, sí una
guitarra. Aquel final de trimestre mi compañero tuvo que cumplir una parte
más del trato y cantar una de las canciones que Antonio nos había
traducido…

¡Cantar en un aula!, ¡qué «irreverencia» para el momento!, sin
duda aquel hombre transpiraba libertad por todos los poros de su piel. Sí,
libertad y pasión por las cosas más sencillas, era un soplo de aire nuevo y
humanidad, materiales humildes que van forjando la grandeza de esas personas
capaces de poner en marcha proyectos universales.

Antonio fue sin duda el gran impulsor del renacimiento en el
mundo de la ceguera, se fue a vivir a las estrellas dejando miles de
huérfanos que hoy lloran su ausencia por las esquinas de España, suspirando
por alguien a quien muchos no conocieron, y quienes sí tuvieron la fortuna,
riegan con el afecto que conservan en su memoria, la rosa del recuerdo, la
rosa de la esperanza en que algún día su omnipresente espíritu se encarne en
un joven, intrépido y apasionado por la vida como él, y regrese para
concluir, como el Gaudí de los ciegos, la magna obra, lo que en su mente
fue siempre su «sagrada familia».

F. Javier Bernal.