Carta Abierta de Miguel Durán a Antonio Vicente Mosquete
Madrid, 1 de junio de 2012
Querido Antonio:
Cuando escribo estas líneas, se cumplen exactamente veinticinco años de aquel fatídico lunes, 1 de junio de 1987, en que, sobre las cuatro menos veinticinco de la tarde, tu secretaria, Paloma, me llamó para decirme, aunque sin detalles, que habías tenido un accidente. Recuerdo que salí de mi casa en un taxi, sin otra compañía que la de mi angustia, pero no recuerdo muy bien cómo llegué hasta el hospital donde Victoriano Redondo nos dio la mala noticia de que tu accidente había sido muy grave y que te estaban interviniendo a vida o muerte. Todos nos aferramos en aquel momento a la idea de que, a pesar de la gravedad, saldrías adelante; pero Victoriano era pesimista, y nos decía que, caso de que sobrevivieras, tus condiciones de vida no iban a ser muy buenas. En fin, no quiero desarrollar aquí la cronología de los hechos de aquellos terribles días hasta el 5 de junio, pero sí sabes que fueron los más dolorosos que yo recuerdo. Por eso, no quiero contribuir a fomentar esos dolorosos recuerdos ni en tu familia ni en tus amigos, aunque sí que creo que sea bueno que muchos de los que no vivieron directamente aquellos momentos tomen conciencia de la enorme pena que sentíamos.
La vida siguió; para mí y para el resto de los miembros de la ONCE, atrapados en el día a día de una problemática encarnizadamente dirigida a combatir a Prodiecu y al tiburoneo de algunos miembros del Gobierno de entonces, que querían, los primeros por su lucro personal y los otros por sus afanes intervencionistas, liquidar la prosperidad de la ONCE que tú tanto habías contribuido a levantar. Y tú sabes que no fue fácil, pues hubo -primero- que vencer los afanes de algunos compañeros de la propia cúpula directiva de la ONCE que vieron la posibilidad de poner boca abajo la estructura del Equipo Directivo que tú habías diseñado, volviendo ellos a posiciones anteriores de mayor poder, y luego, proseguir la durísima negociación con el Gobierno para aprobar la reforma del Cupón, erradicar Prodiecu e integrar un montón de discapacitados no ciegos en nuestra red de vendedores.
Desde mis pocos años y desde mi todavía escasa experiencia en muchas cosas, presionado por la vorágine de la gestión diaria, yo no supe ni controlar la deriva autoritaria en que U.P. iba entrando ni el progresivo deterioro de nuestra democracia interna. Quizá opté por lo más sencillo: impulsar aún más el éxito económico y dejarme arrastrar por ese éxito que nos sonreía, dejando que otros, poco a poco pero inexorablemente, se fueran haciendo con las riendas políticas de la Institución para convertirla en lo que, después, ha llegado a ser y que tanto dista de lo que tú, de haber continuado vivo, habrías permitido. Pero en mi pecado llevé también mi penitencia, puesto que contra quien primero se volvió aquella dinámica fue contra mí mismo, en alguna medida por mis propios errores, pero, sobre todo, porque se subvirtió definitivamente el modelo democrático por el que tú y muchos contigo habíamos peleado.
El caso es que gran parte de los perfiles de aquella obra tuya han desaparecido y, aunque sin duda estos veinticinco años transcurridos han tenido también sus cosas buenas, es seguro que la ONCE actual no te gusta demasiado, como tampoco a muchos nos gusta.
Pero nos queda tu recuerdo, el recuerdo de un amigo entrañable, que sabía combinar muy bien el trabajo con la alegría de vivir, la necesidad de innovar y modernizar con la negociación para llegar a acuerdos. Iba a decir -recordando lo del famoso tango- que veinticinco años no es nada; pero no sería cierto. Han pasado tantas cosas…, y tú ausente. Cuánto me gustaría poder decirte que todo salió bien, pero no es verdad; y a mí -que creo que no me falta un cierto sentido de la autocrítica- me sobran sin embargo muchas ganas de que gran parte de todo esto no hubiera sucedido como ha sucedido.
Recuerdo cuando, en connivencia con José María Arroyo, me gastaste la broma de hacerme creer que nos había llamado urgentemente el Ministro Solchaga para una reunión; y yo, llevado del impulso y de la ingenuidad de mis treinta y un años, me planté en la mismísima antesala del Ministro y traté de convencer a su Jefe de Gabinete -cuando éste me decía que allí no estabais- de que era él quien estaba en un error y que, seguramente, no tenía toda la información. Fue el pobre Manolo Barriga (que me había llevado hasta el Ministerio) quien dándose cuenta del embrollo, me dijo: “Don Miguel, creo que nos han gastado un bromazo”. Y mientras tanto, Josemari y tú os tomabais unas copas a mi salud en el bar O Caldiño, a dos manzanas de la sede del Consejo General.
No sé si es por influencia de tu carácter bromista que he tenido un sueño recurrente; y, en ese sueño, apareces tú de nuevo, y nos dices que habías tenido que fingir todo lo de tu muerte por motivos institucionales. Y resulta que, entonces, yo me cabreo mucho contigo, pero nos arreglamos enseguida y ahí vuelvo otra vez a la realidad del despertar.
Bueno, “Antoñito”, yo me he vuelto muy creyente, quizá porque no encuentro consuelo en el descreimiento; y, por eso, espero que, cuando nos encontremos en el otro lado de esta vida, seas indulgente con mis errores y vuelvas a gastarme todas las bromas que se te ocurran y que allí sean posibles.
Siempre con tu recuerdo en el alma,
Miguel Durán Campos